Ariel Hidalgo
En un manuscrito que había ido tomando forma de libro a fines de los 70, yo había llegado a la conclusión de la necesidad de una segunda revolución. Consideraba que los medios de producción habían pasado de unas manos a otras, pero no a las de los trabajadores, sino de capitalistas y terratenientes al Estado centralizado con el encumbramiento de una nueva casta de burócratas. No se trataba simplemente de corregir el rumbo, sino de dar un timonazo tan radical como fue el proceso inicial que transformó la gran propiedad privada en estatal. Mas la cuestión no era ya centralizar, sino descentralizar, no se trataba ya de estatizar ni de privatizar, sino de convertir las riquezas realmente en propiedad social, delegando todos los medios en los trabajadores de base para que éstos los controlaran directamente sin intermediarios burocráticos. Tras mis desacuerdos con las prácticas de repudiar a los que en 1980 decidían emigrar, fui expulsado de mi cátedra de Marxismo, sometido a un registro de Seguridad del Estado en mi domicilio con la consecuente ocupación del manuscrito fui arrestado y entrevistado en Villa Maristas por un oficial que se me daba a conocer como “Mayor Ricard”, con quien discutí mis diferencias y me informó que quedaría definitivamente expulsado del Ministerio de Educación. Para mi sorpresa, fui liberado a los tres días.
Inmediatamente destruí todos los escritos que pudieran considerarse críticos del sistema y comencé a trabajar en labores de construcción junto con muchos de mis antiguos alumnos que aún allí, paleando arena y gravilla, seguían llamándome “Profe”. A lo largo de más de un año recibí las visitas de uno que otro “amigo” que venía a hacerme alguna propuesta de operaciones ilícitas. Las rechacé todas, por supuesto, a pesar de mis precariedades. Nadie podría incriminarme en una causa común como un delincuente “vulgar” a pesar de que la inmensa mayoría del pueblo participaba en tráficos ilícitos. Pero no estaba tampoco dispuesto a resignarme a permanecer diez o quince años en la construcción esperando el día venturoso en que se produjese un gesto de conmiseración de quienes yo consideraba más culpables que yo. Reinicié los apuntes de mis ideas y no me abstuve de exponerlas verbalmente a todo aquel que consideraba en condiciones de asimilarlas. Finalmente, en el amanecer del 19 de agosto de 1981 reaparecieron en mi vivienda para hacer un nuevo registro, ocuparon los nuevos escritos y me llevaron nuevamente a Villa Maristas.
Ya no vería al Mayor Ricard sino a un teniente que no le interesaba debatir ideas sino saber quienes más conocían la naturaleza de ese manuscrito y si existían copias. No le dije que había logrado salvar una copia enviándola a mi familia en Estados Unidos. Allá se publicaría años después con un título que posteriormente yo consideraría inadecuado: Cuba, el Estado Marxista y la Nueva Clase, inadecuado porque llegaría a considerar que lo que existía en Cuba y en los demás países del llamado Campo Socialista no era la materialización de los ideales de Carlos Marx, sino más bien los de Hegel, quien había considerado al Estado como la encarnación de Dios en la tierra y por tanto estaba supuestamente destinado a absorber todas las instituciones de la sociedad civil. “La acción del Estado consiste en llevar la Sociedad Civil, la voluntad y la actividad del individuo, a la vida de la sustancia general, destruyendo así, con su libre poder, éstas subordinadas, para conservarlas en la unidad sustancial del Estado” [1],.
No hubo en Villa discusiones teóricas. Sólo en el último interrogatorio, cuando le dije que no perseguía el regreso de Cuba al capitalismo, me preguntó airado: “¿Qué es lo que quiere Ud. entonces para Cuba?” Y respondí: “Pues una sociedad donde los obreros de cada fábrica, los dependientes de cada comercio, los empleados de cada banco, los maestros de cada escuela, etc, etc, puedan elegir libremente a las administraciones de sus respectivos centros”. Me miró con ojos muy abiertos y me gritó: “¡Ud. está loco, completamente loco!” Y al día siguiente me envió para un manicomio.
No era una sala psiquiátrica cualquiera aquella del Hospital Psiquiátrico de La Habana, más conocido como Mazorra, sino un espacio cerrado con muros y barrotes a donde llevaban a los reclusos con problemas mentales de todo el país. Esa convivencia con tantas personas desquiciadas, convictas por asesinatos, violaciones y otras barbaridades sin que ninguna autoridad se atreviese a entrar allí, era lo que hacía de la Sala Carbó Serviá un verdadero infierno. Un par de veces me sacaron para hacerme algunos test mentales y el diagnóstico fue “trastorno de la personalidad”, nada grave, por lo que a los diez días fui enviado a la fortaleza de La Cabaña.
La Cabaña era entonces una prisión de tránsito, donde los presos nuevos esperaban ser llevados ante un tribunal. Pero en mi caso no esperaron al juicio. Al poco tiempo trasladaron a once presos considerados como los más bravos por sus protestas y huelgas de hambre. Yo, que jamás había protestado ni había ayunado un solo día, era uno de ellos. Ninguno de los otros diez podía entender por qué yo había sido incluido en ese grupo. Nos llevaron a la prisión Combinado del Este, pero no a una celda normal o a una galera cualquiera con los demás presos políticos, sino incomunicados en un área especial.
El recibimiento no fue nada agradable. Una columna de guardias nos esperaba a la entrada de una edificación de una sola planta para desnudarnos y escoltarnos hasta cada una de nuestras respectivas celdas a donde sólo nos permitían llevar nuestra ropa interior y una toalla. El Destacamento 47, con 99 celdas tapiadas, sin camas y sólo una llave de agua y un agujero para las necesidades, era el lugar a donde llevaban a los condenados a muerte y a reos muy peligrosos que no podían convivir con otros sin riesgo de “hechos de sangre”. Algunos llevaban allí dos o tres años en total aislamiento. Cuatro rejas había que abrir para llegar al interior de una de esas celdas sin contar las puertas de madera que a lo largo de los tres pasillos ocultaban a la vista de quienes los caminaran, los calabozos tapiados con planchas de hierro. Como era un edificio rectangular, a diferencia de los demás edificios en forma de U, uno de los once, Jacinto Fernández, que en otro tiempo había sido fundador de lo que entonces fue el DIER, antecedente de Seguridad del Estado, lo calificó como “Rectángulo de la Muerte”, nombre con el que se conocería luego en las denuncias internacionales.
Aquellos cubanos que jamás hayan estado internados en una prisión de su país desconocen una arista muy importante de su realidad social. Aunque existen, como en todas partes, personas honradas y sensibles entre oficiales y carceleros, había también personas corruptas y abusivas, solo que por las características particulares de una prisión, el abuso de poder es más marcado y frecuente. Sin embargo, el Destacamento 47 parecía reservado exclusivamente para ser custodiado por el segundo tipo de hombres, y en general, en cualquier lugar de la prisión donde se realizaran aquellos actos vergonzosos, como golpizas, por ejemplo, daba la impresión de que eran conocidos y tolerados desde los altos mandos. El gobierno cubano siempre negaría la existencia de violaciones de derechos humanos en sus cárceles, y ni siquiera reconocería que habían existido cuando años después procesara y condenara a varios altos oficiales en el famoso caso del 89, la mayoría de los cuales se sabía, habían sido responsables indirectos de muchos de aquellos actos, como si no fuera lógico que al aceptar de hecho que aquellos oficiales, habiendo practicado la corrupción y el abuso de poder mientras gozaban de tanta autoridad en el Ministerio del Interior y en particular en Cárceles y Prisiones, no se reconociera también la posibilidad de que aquellas violaciones se hubiesen cometido. En el Destacamento 47 era raro el día que no escucháramos personas corriendo por los pasillos, los gritos, los sonidos de los golpes y los lamentos de las víctimas. Por muchos años, ya en libertad, cualquier carrera estrepitosa que escuchara por algún pasillo cercano, me sobresaltaba y me alteraba. Debo reconocer, no obstante, que en mi caso particular, durante mis años en el Combinado del Este jamás me pusieron una mano encima, ni siquiera en la época en que se conocía de mis actividades sistemáticas de denunciar aquellos hechos. Hubo siempre un trato mutuo de respeto entre mis carceleros y yo.
A los 21 días de incomunicación nos entregaron algunas de nuestras pertenencias, como libros, cuadernos y plumas y nos juntaron de dos en dos en cada celda. Me tocó por compañero Jacinto Fernández, acusado de espía por sacar información de violaciones de derechos humanos por vía diplomática. El 25 de diciembre me llevaron en un carro jaula al tribunal para juicio y pude ver por primera vez a mi esposa, aunque desde lejos. Me acusaban de “revisionista de izquierda”, se leyeron algunos fragmentos para demostrarlo y sugirieron que yo estaba sembrado el veneno en mis alumnos con mis ideas. Luego me llevarían la sentencia a mi celda. Se me condenaba a ocho años de cárcel por propaganda enemiga, “y en cuanto a sus obras, destrúyanse mediante el fuego”.
¿Por qué tanto ensañamiento? ¿Por qué se me aislaba sin explicarme nunca la razón y se ordenaba quemar todas mis obras? El manuscrito no había sido distribuido por las calles; una copia enviada al extranjero cuando consideré inminente mi detención, nunca fue publicada, ni antes de ser arrestado, ni mientras estuve en prisión; y el original fue encontrado en una gaveta de mi escritorio.¿Dónde estaba, pues, la propaganda enemiga por la que era juzgado? La razón sólo podía ser una: Hasta entonces la dirigencia cubana podía enfrentar cualquier crítica de “derecha” e incluso de izquierda, siempre que se fundamentara en presupuestos sociológicos tradicionales. Para esa dirigencia bastaba simplemente con oponerles una lógica diferente, ajena por completo a los parámetros “burgueses”. Pero no le era fácil contrarrestar una crítica basada en su propia lógica y que por tanto estremecía desde la misma ideología marxista los cimientos argumentales de la lealtad al oficialismo entre sus propias filas. El libro, por tanto, no se había escrito para ser leído en el exterior por personas con una formación cultural totalmente ajena a esa realidad, sino dentro del país, por militantes del partido y de la Juventud Comunista, por académicos oficialistas, por militares y dirigentes de organizaciones progubernamentales. Se trataba, en pocas palabras, del primer trabajo crítico del sistema estatal centralizado de la nueva Cuba desde una óptica marxista, donde se demostraba el surgimiento de una nueva clase social dominante a partir de la definición leninista y donde se ponía de manifiesto que en el nuevo sistema la ley económica era la apropiación, por parte de los burócratas designados desde las altas instancias, de parte del plusproducto para ser intercambiada mediante el trueque tácito. Con palabras más llanas, “te resuelvo hoy para que tú me resuelvas mañana”. En conclusión, se demostraba que el modelo establecido en Cuba nada tenía que ver con socialismo ni con marxismo.
Un día logró llegar hasta muy cerca de mi celda un preso que decía haber oído de mí y quería conocerme. Su nombre era Elizardo Sánchez Santa Cruz. Había sido profesor de la Universidad de La Habana pero había sido cesanteado bajo acusaciones de inclinaciones sinoístas. Luego, aquella noche, hablamos de celda a celda, casi a gritos y según dijo iba a ser trasladado a la prisión de Boniato en Santiago de Cuba. Me pareció un hombre inteligente y de elevada cultura política. A la mañana siguiente ya no estaba allí.
Un día nos mandaron a salir con nuestras pertenencias y nos enviaron a las galeras de presos políticos. Habíamos permanecido en el Destacamento 47 un año y veinte días. Sólo uno de los once permaneció allí, Jacinto.
Unido a los demás presos de lo que se conocía como “nuevo presidio político”-el que había surgido con posterioridad al indulto del 78-, comencé a realizar varias actividades: impartiendo clases a los menos instruidos, asistiéndolos como auxiliar de enfermero y participando en un taller literario. El sistema penitenciario permitía la visita de instructores literarios que organizaban concursos. Un cuento mío resultó ganador frente a otros competidores del Combinado del Este. Supuestamente debían llevarme a la Prisión Occidental de Mujeres para competir a nivel nacional, pero Seguridad vetó mi participación a pesar de que el cuento nada tenía que ver con política.
Se ha propagado la creencia de que el movimiento de los derechos humanos en Cuba nació por los años 70 tras la liberación de los condenados en la llamada causa de la Microfracción, principalmente de ex militantes del Partido Socialista Popular. Pero independientemente de esos posibles antecedentes, el movimiento surge realmente, ya organizado, en octubre de 1983 en la propia prisión del Combinado. Un día de ese mes fue llevado al piso que ocupaban los presos por motivos políticos, uno de aquellos microfraccionarios, Ricardo Bofill, recientemente encarcelado en su tercera causa, esta vez por enviar misivas de denuncias a organismos internacionales. Los firmaba a título personal con su propio nombre y me decía que lo seguiría haciendo desde la cárcel de ese modo, a diferencia de lo que hasta entonces se hacía en el presidio de usar sólo seudónimos para evitar la represión. Bofill consideraba que era indispensable dar la cara para que los documentos tuvieran credibilidad. Aunque decirme aquellas cosas parecía como una invitación, porque decía tener contactos para sacar los escritos de la prisión y luego enviarlos al extranjero, no me decidí en los primeros momentos. Pero en mi conciencia me pesaba la suerte del compañero que había dejado atrás en el Destacamento 47 en pésimas condiciones sin que yo hiciera nada por su suerte. Por eso, finalmente, acepté sus servicios. No sólo me ofreció sus contactos, sino que incluso se dispuso a redactar conmigo la denuncia. Al finalizar la carta dirigida a la opinión pública internacional, firmamos los dos con nuestros nombres e inmediatamente después, para mi sorpresa, escribió debajo estas palabras: “Comité Cubano Pro Derechos Humanos”, y agregó, al lado de su nombre y el mío, los títulos respectivos de “presidente” y “vicepresidente”.
No le di importancia a aquello, no anoté la fecha como un día memorable. Para mí era sólo un acto humanitario que hacía por un amigo. Pero sin saberlo, aquel documento fue noticia en muchos medios: un grupo de derechos humanos había nacido por primera vez en Cuba.
[1]Frederic Hegel: Filosofía del Derecho.
En un manuscrito que había ido tomando forma de libro a fines de los 70, yo había llegado a la conclusión de la necesidad de una segunda revolución. Consideraba que los medios de producción habían pasado de unas manos a otras, pero no a las de los trabajadores, sino de capitalistas y terratenientes al Estado centralizado con el encumbramiento de una nueva casta de burócratas. No se trataba simplemente de corregir el rumbo, sino de dar un timonazo tan radical como fue el proceso inicial que transformó la gran propiedad privada en estatal. Mas la cuestión no era ya centralizar, sino descentralizar, no se trataba ya de estatizar ni de privatizar, sino de convertir las riquezas realmente en propiedad social, delegando todos los medios en los trabajadores de base para que éstos los controlaran directamente sin intermediarios burocráticos. Tras mis desacuerdos con las prácticas de repudiar a los que en 1980 decidían emigrar, fui expulsado de mi cátedra de Marxismo, sometido a un registro de Seguridad del Estado en mi domicilio con la consecuente ocupación del manuscrito fui arrestado y entrevistado en Villa Maristas por un oficial que se me daba a conocer como “Mayor Ricard”, con quien discutí mis diferencias y me informó que quedaría definitivamente expulsado del Ministerio de Educación. Para mi sorpresa, fui liberado a los tres días.
Inmediatamente destruí todos los escritos que pudieran considerarse críticos del sistema y comencé a trabajar en labores de construcción junto con muchos de mis antiguos alumnos que aún allí, paleando arena y gravilla, seguían llamándome “Profe”. A lo largo de más de un año recibí las visitas de uno que otro “amigo” que venía a hacerme alguna propuesta de operaciones ilícitas. Las rechacé todas, por supuesto, a pesar de mis precariedades. Nadie podría incriminarme en una causa común como un delincuente “vulgar” a pesar de que la inmensa mayoría del pueblo participaba en tráficos ilícitos. Pero no estaba tampoco dispuesto a resignarme a permanecer diez o quince años en la construcción esperando el día venturoso en que se produjese un gesto de conmiseración de quienes yo consideraba más culpables que yo. Reinicié los apuntes de mis ideas y no me abstuve de exponerlas verbalmente a todo aquel que consideraba en condiciones de asimilarlas. Finalmente, en el amanecer del 19 de agosto de 1981 reaparecieron en mi vivienda para hacer un nuevo registro, ocuparon los nuevos escritos y me llevaron nuevamente a Villa Maristas.
Ya no vería al Mayor Ricard sino a un teniente que no le interesaba debatir ideas sino saber quienes más conocían la naturaleza de ese manuscrito y si existían copias. No le dije que había logrado salvar una copia enviándola a mi familia en Estados Unidos. Allá se publicaría años después con un título que posteriormente yo consideraría inadecuado: Cuba, el Estado Marxista y la Nueva Clase, inadecuado porque llegaría a considerar que lo que existía en Cuba y en los demás países del llamado Campo Socialista no era la materialización de los ideales de Carlos Marx, sino más bien los de Hegel, quien había considerado al Estado como la encarnación de Dios en la tierra y por tanto estaba supuestamente destinado a absorber todas las instituciones de la sociedad civil. “La acción del Estado consiste en llevar la Sociedad Civil, la voluntad y la actividad del individuo, a la vida de la sustancia general, destruyendo así, con su libre poder, éstas subordinadas, para conservarlas en la unidad sustancial del Estado” [1],.
No hubo en Villa discusiones teóricas. Sólo en el último interrogatorio, cuando le dije que no perseguía el regreso de Cuba al capitalismo, me preguntó airado: “¿Qué es lo que quiere Ud. entonces para Cuba?” Y respondí: “Pues una sociedad donde los obreros de cada fábrica, los dependientes de cada comercio, los empleados de cada banco, los maestros de cada escuela, etc, etc, puedan elegir libremente a las administraciones de sus respectivos centros”. Me miró con ojos muy abiertos y me gritó: “¡Ud. está loco, completamente loco!” Y al día siguiente me envió para un manicomio.
No era una sala psiquiátrica cualquiera aquella del Hospital Psiquiátrico de La Habana, más conocido como Mazorra, sino un espacio cerrado con muros y barrotes a donde llevaban a los reclusos con problemas mentales de todo el país. Esa convivencia con tantas personas desquiciadas, convictas por asesinatos, violaciones y otras barbaridades sin que ninguna autoridad se atreviese a entrar allí, era lo que hacía de la Sala Carbó Serviá un verdadero infierno. Un par de veces me sacaron para hacerme algunos test mentales y el diagnóstico fue “trastorno de la personalidad”, nada grave, por lo que a los diez días fui enviado a la fortaleza de La Cabaña.
La Cabaña era entonces una prisión de tránsito, donde los presos nuevos esperaban ser llevados ante un tribunal. Pero en mi caso no esperaron al juicio. Al poco tiempo trasladaron a once presos considerados como los más bravos por sus protestas y huelgas de hambre. Yo, que jamás había protestado ni había ayunado un solo día, era uno de ellos. Ninguno de los otros diez podía entender por qué yo había sido incluido en ese grupo. Nos llevaron a la prisión Combinado del Este, pero no a una celda normal o a una galera cualquiera con los demás presos políticos, sino incomunicados en un área especial.
El recibimiento no fue nada agradable. Una columna de guardias nos esperaba a la entrada de una edificación de una sola planta para desnudarnos y escoltarnos hasta cada una de nuestras respectivas celdas a donde sólo nos permitían llevar nuestra ropa interior y una toalla. El Destacamento 47, con 99 celdas tapiadas, sin camas y sólo una llave de agua y un agujero para las necesidades, era el lugar a donde llevaban a los condenados a muerte y a reos muy peligrosos que no podían convivir con otros sin riesgo de “hechos de sangre”. Algunos llevaban allí dos o tres años en total aislamiento. Cuatro rejas había que abrir para llegar al interior de una de esas celdas sin contar las puertas de madera que a lo largo de los tres pasillos ocultaban a la vista de quienes los caminaran, los calabozos tapiados con planchas de hierro. Como era un edificio rectangular, a diferencia de los demás edificios en forma de U, uno de los once, Jacinto Fernández, que en otro tiempo había sido fundador de lo que entonces fue el DIER, antecedente de Seguridad del Estado, lo calificó como “Rectángulo de la Muerte”, nombre con el que se conocería luego en las denuncias internacionales.
Aquellos cubanos que jamás hayan estado internados en una prisión de su país desconocen una arista muy importante de su realidad social. Aunque existen, como en todas partes, personas honradas y sensibles entre oficiales y carceleros, había también personas corruptas y abusivas, solo que por las características particulares de una prisión, el abuso de poder es más marcado y frecuente. Sin embargo, el Destacamento 47 parecía reservado exclusivamente para ser custodiado por el segundo tipo de hombres, y en general, en cualquier lugar de la prisión donde se realizaran aquellos actos vergonzosos, como golpizas, por ejemplo, daba la impresión de que eran conocidos y tolerados desde los altos mandos. El gobierno cubano siempre negaría la existencia de violaciones de derechos humanos en sus cárceles, y ni siquiera reconocería que habían existido cuando años después procesara y condenara a varios altos oficiales en el famoso caso del 89, la mayoría de los cuales se sabía, habían sido responsables indirectos de muchos de aquellos actos, como si no fuera lógico que al aceptar de hecho que aquellos oficiales, habiendo practicado la corrupción y el abuso de poder mientras gozaban de tanta autoridad en el Ministerio del Interior y en particular en Cárceles y Prisiones, no se reconociera también la posibilidad de que aquellas violaciones se hubiesen cometido. En el Destacamento 47 era raro el día que no escucháramos personas corriendo por los pasillos, los gritos, los sonidos de los golpes y los lamentos de las víctimas. Por muchos años, ya en libertad, cualquier carrera estrepitosa que escuchara por algún pasillo cercano, me sobresaltaba y me alteraba. Debo reconocer, no obstante, que en mi caso particular, durante mis años en el Combinado del Este jamás me pusieron una mano encima, ni siquiera en la época en que se conocía de mis actividades sistemáticas de denunciar aquellos hechos. Hubo siempre un trato mutuo de respeto entre mis carceleros y yo.
A los 21 días de incomunicación nos entregaron algunas de nuestras pertenencias, como libros, cuadernos y plumas y nos juntaron de dos en dos en cada celda. Me tocó por compañero Jacinto Fernández, acusado de espía por sacar información de violaciones de derechos humanos por vía diplomática. El 25 de diciembre me llevaron en un carro jaula al tribunal para juicio y pude ver por primera vez a mi esposa, aunque desde lejos. Me acusaban de “revisionista de izquierda”, se leyeron algunos fragmentos para demostrarlo y sugirieron que yo estaba sembrado el veneno en mis alumnos con mis ideas. Luego me llevarían la sentencia a mi celda. Se me condenaba a ocho años de cárcel por propaganda enemiga, “y en cuanto a sus obras, destrúyanse mediante el fuego”.
¿Por qué tanto ensañamiento? ¿Por qué se me aislaba sin explicarme nunca la razón y se ordenaba quemar todas mis obras? El manuscrito no había sido distribuido por las calles; una copia enviada al extranjero cuando consideré inminente mi detención, nunca fue publicada, ni antes de ser arrestado, ni mientras estuve en prisión; y el original fue encontrado en una gaveta de mi escritorio.¿Dónde estaba, pues, la propaganda enemiga por la que era juzgado? La razón sólo podía ser una: Hasta entonces la dirigencia cubana podía enfrentar cualquier crítica de “derecha” e incluso de izquierda, siempre que se fundamentara en presupuestos sociológicos tradicionales. Para esa dirigencia bastaba simplemente con oponerles una lógica diferente, ajena por completo a los parámetros “burgueses”. Pero no le era fácil contrarrestar una crítica basada en su propia lógica y que por tanto estremecía desde la misma ideología marxista los cimientos argumentales de la lealtad al oficialismo entre sus propias filas. El libro, por tanto, no se había escrito para ser leído en el exterior por personas con una formación cultural totalmente ajena a esa realidad, sino dentro del país, por militantes del partido y de la Juventud Comunista, por académicos oficialistas, por militares y dirigentes de organizaciones progubernamentales. Se trataba, en pocas palabras, del primer trabajo crítico del sistema estatal centralizado de la nueva Cuba desde una óptica marxista, donde se demostraba el surgimiento de una nueva clase social dominante a partir de la definición leninista y donde se ponía de manifiesto que en el nuevo sistema la ley económica era la apropiación, por parte de los burócratas designados desde las altas instancias, de parte del plusproducto para ser intercambiada mediante el trueque tácito. Con palabras más llanas, “te resuelvo hoy para que tú me resuelvas mañana”. En conclusión, se demostraba que el modelo establecido en Cuba nada tenía que ver con socialismo ni con marxismo.
Un día logró llegar hasta muy cerca de mi celda un preso que decía haber oído de mí y quería conocerme. Su nombre era Elizardo Sánchez Santa Cruz. Había sido profesor de la Universidad de La Habana pero había sido cesanteado bajo acusaciones de inclinaciones sinoístas. Luego, aquella noche, hablamos de celda a celda, casi a gritos y según dijo iba a ser trasladado a la prisión de Boniato en Santiago de Cuba. Me pareció un hombre inteligente y de elevada cultura política. A la mañana siguiente ya no estaba allí.
Un día nos mandaron a salir con nuestras pertenencias y nos enviaron a las galeras de presos políticos. Habíamos permanecido en el Destacamento 47 un año y veinte días. Sólo uno de los once permaneció allí, Jacinto.
Unido a los demás presos de lo que se conocía como “nuevo presidio político”-el que había surgido con posterioridad al indulto del 78-, comencé a realizar varias actividades: impartiendo clases a los menos instruidos, asistiéndolos como auxiliar de enfermero y participando en un taller literario. El sistema penitenciario permitía la visita de instructores literarios que organizaban concursos. Un cuento mío resultó ganador frente a otros competidores del Combinado del Este. Supuestamente debían llevarme a la Prisión Occidental de Mujeres para competir a nivel nacional, pero Seguridad vetó mi participación a pesar de que el cuento nada tenía que ver con política.
Se ha propagado la creencia de que el movimiento de los derechos humanos en Cuba nació por los años 70 tras la liberación de los condenados en la llamada causa de la Microfracción, principalmente de ex militantes del Partido Socialista Popular. Pero independientemente de esos posibles antecedentes, el movimiento surge realmente, ya organizado, en octubre de 1983 en la propia prisión del Combinado. Un día de ese mes fue llevado al piso que ocupaban los presos por motivos políticos, uno de aquellos microfraccionarios, Ricardo Bofill, recientemente encarcelado en su tercera causa, esta vez por enviar misivas de denuncias a organismos internacionales. Los firmaba a título personal con su propio nombre y me decía que lo seguiría haciendo desde la cárcel de ese modo, a diferencia de lo que hasta entonces se hacía en el presidio de usar sólo seudónimos para evitar la represión. Bofill consideraba que era indispensable dar la cara para que los documentos tuvieran credibilidad. Aunque decirme aquellas cosas parecía como una invitación, porque decía tener contactos para sacar los escritos de la prisión y luego enviarlos al extranjero, no me decidí en los primeros momentos. Pero en mi conciencia me pesaba la suerte del compañero que había dejado atrás en el Destacamento 47 en pésimas condiciones sin que yo hiciera nada por su suerte. Por eso, finalmente, acepté sus servicios. No sólo me ofreció sus contactos, sino que incluso se dispuso a redactar conmigo la denuncia. Al finalizar la carta dirigida a la opinión pública internacional, firmamos los dos con nuestros nombres e inmediatamente después, para mi sorpresa, escribió debajo estas palabras: “Comité Cubano Pro Derechos Humanos”, y agregó, al lado de su nombre y el mío, los títulos respectivos de “presidente” y “vicepresidente”.
No le di importancia a aquello, no anoté la fecha como un día memorable. Para mí era sólo un acto humanitario que hacía por un amigo. Pero sin saberlo, aquel documento fue noticia en muchos medios: un grupo de derechos humanos había nacido por primera vez en Cuba.
[1]Frederic Hegel: Filosofía del Derecho.