Wednesday, August 7, 2013

Llamado por la Paz y el Amor

La única revolución que necesitan los pueblos de esta humanidad convulsionada es la del espíritu, la revolución en el corazón humano. Tras recoger opiniones, esta exhortación podría ser obra de numerosos cubanos de buena voluntad, así como de muchos más que podrían hacerla suya para dejar atrás para siempre la discordia, la separación familiar, toda posible agresión, física o verbal hacia quienes piensen diferente, ya se realice en Cuba o la Diáspora, todo acto de repudio o movilizaciones vandálicas contra cubanos, ya sean progubernamentales o antigubernamentales, y la discriminación de unos por otros, ya sea por ideas religiosas, políticas o ideológicas, diferencias sociales, raciales, económicas, lugar de origen o residencia, género y orientación sexual. El amor debe triunfar sobre el odio, la paz sobre la agresión, y la transparencia sobre intrigas y subterfugios. Violencia sólo engendra violencia, ya sea contra la flora y la fauna, entre naciones o bandos de un mismo pueblo, incluso la que indirectamente se promueve en parlamentos extranjeros con desconocimiento de la soberanía de nuestro pueblo para fomentar una olla de presión generadora de inestabilidad y explosiones sociales. De la violencia y el odio no saldrá nunca la paz y el amor. Un águila no empolla jamás huevos de paloma. Más de cien años de historia patria han demostrado que la violencia conduce siempre al punto de partida como serpiente mordiéndose la cola en una espiral de odios y venganzas. Ninguna sociedad realmente libre se edifica sobre los puntales de los patíbulos. La muerte no puede generar vida. Matar a alguien porque mató, no corrige la primera muerte sino que añade una más y entonces serán dos las víctimas y dos los asesinos. Aplicando consecuentemente la regla de ojo por ojo, al final, como expresara Ghandi, quedamos todos ciegos. Condenar los errores no implica repudiar a los errados. Busquemos sus motivaciones y tengamos siempre abierta la puerta a la rectificación, la reivindicación y al perdón. Respondamos con buenos actos a quienes nos hacen mal–una rosa blanca “para aquel que me arranca el corazón con que vivo”- y revirtamos el odio hacia la gratitud y la reconciliación, que lleva, si no a la confraternización, al respeto mutuo de los adversarios. Sumar siempre y no restar es la clave de la victoria. Pronunciémonos por la fraternidad, que obliga a defender los derechos de todos ante toda injusticia, pues el silencio ante ella no es buen cimiento para una sociedad armoniosa y cordial. Sólo transparencia y respeto a las libertades y derechos pueden sustentar una comunidad solidaria y democrática. Un pueblo con elevada conciencia cívica no permitiría mordazas, ni decisiones tomadas en su nombre a sus espaldas. El diálogo, vía por excelencia para solucionar conflictos, no se funda en la aquiescencia sumisa ni en el ataque intransigente -monólogos encubiertos-, ni siquiera en la simple razón que suele tropezar con los muros de la sin razón, sino en el amor, que tiende alas sobre murallas y abismos. No habrá paz duradera sin justicia social. Ninguna reforma será realmente fecunda sin reconocimiento de los derechos ciudadanos, entre ellos las actividades económicas independientes, como el derecho de los trabajadores al control directo de bienes de producción y de sus frutos en aras de subsistir y prosperar sin necesidad de someterse, ni a burocracias estatales, ni a grandes corporaciones privadas. Así como la conciencia ciudadana es sustento de libertad, la independencia económica es garantía material de libertad política. La verdadera democracia exige respeto al derecho de las minorías y al de todos a nominar y elegir representantes en todas las instancias. Ningún partido tiene la prerrogativa de controlar los mecanismos mediante los cuales la ciudadanía selecciona a sus representantes, ni a favor de una élite en la cúpula del Estado, ni de sectores poderosos que sobornan previamente a los candidatos mediante contribuciones de campaña. Respetar las diferencias implica el derecho de cada uno a asociarse según sus afinidades, pero por sobre toda diversidad, abogamos por la unidad de todo el pueblo en el destino común para la convivencia pacífica, la concordia, la libertad y la prosperidad. En nombre de ese destino, y recordando la enseñanza del Maestro de que “una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados”, llamamos a todos los cubanos para unirnos en el reclamo por la realización de este hermoso sueño: el de un pueblo que podrá, en sus magnas realizaciones, ser vanguardia de una Era civilizatoria por la paz y el amor. Ariel Hidalgo