Haroldo Dilla Alfonso
El momento es decisivo para el despegue de la sociedad haitiana: ¿seremos capaces de ayudar?
Los grandes desastres, como el que acaba de afectar a Haití, tienen la extraña virtud de sacar lo bueno de cada cual: la solidaridad se impone al egoísmo cotidiano al mismo tiempo que los recelos son sepultados en nombre de la fraternidad. Pero cuando pasan los días y nos acostumbramos al desastre, los resabios particularistas regresan con energías acumuladas.
Los grandes desastres, como el que acaba de afectar a Haití, tienen la extraña virtud de sacar lo bueno de cada cual: la solidaridad se impone al egoísmo cotidiano al mismo tiempo que los recelos son sepultados en nombre de la fraternidad. Pero cuando pasan los días y nos acostumbramos al desastre, los resabios particularistas regresan con energías acumuladas.
Los nuestros ya están aquí, presentes, como es usual, en nuestra prensa siempre tan corporativa. Como en una revancha de barrios bajos, artículos y editoriales echan en cara de conocidos activistas de derechos humanos de los inmigrantes –dominicanos y extranjeros, residentes o desterrados- la solidaridad dominicana como un mentís a las denuncias que en otros momentos hicieron a favor de los haitianos inmigrantes. Una doble mentira, pues la actitud solidaria del pueblo y del gobierno dominicano hacia el pueblo haitiano en esta coyuntura (una actitud altruista que merece todo el reconocimiento) no omite la existencia de un clima negativo respecto a los inmigrantes, y que ese clima negativo no es responsabilidad de la sociedad dominicana sino de la minoría de traficantes, empleadores superexplotadores, políticos xenófobos, periodistas irresponsables y otros especímenes que se benefician en cada una de sus esferas del sufrimiento de esos migrantes. En resumen, que ni la altura de la solidaridad dominicana limpia a estos xenófobos de sus culpas seudo-patrióticas, ni el lodo que esta mafia antihaitiana arroja en todas direcciones llega a ocultar la bondad y solidaridad que caracteriza a nuestra sociedad.
Desde la otra esquina, desde la izquierda, la situación también comienza a deteriorarse. En este caso con aún varias decenas de miles de cadáveres insepultos, surgen las voces de denuncias de la presencia norteamericana en el país y de la intención supuesta de una ocupación militar sobre la parte occidental de la isla. Llevando las cosas a un extremo –la estupidez puede no tener límites- también circula la versión de que el terremoto fue provocado por los Estados Unidos mediante un experimento científico, lo que de paso le permitiría experimentar a bajo costo un programa de control social y político en escenarios de desastres.
Creo que hay algo que debe quedar muy claro para todos los paladines del antimperialismo, locales y foráneos. En Haití el estado colapsó, y el propio presidente da la imagen de un hombre en estado catatónico. No hay cadena de mando en ninguna instancia, civil y paramilitar. La otra instancia con funciones estatales, las naciones unidas, también fue duramente afectada, sobrepasada por los hechos e incapaz de reaccionar con la prontitud necesaria. Alguien tiene que garantizar que los sobrevivientes coman, reciban medicinas y sean protegidos de todo lo que les afecta, incluyendo bandas de forajidos que abusan de ellos y en particular de las mujeres. Alguien tiene que tratar de coordinar los múltiples mecanismos de cooperación y ayuda y lograr que el aeropuerto y el puerto funcionen. Alguien, finalmente, tiene que enterrar a los muertos y hacer manejables las miles de toneladas de escombros acumuladas en Puerto Príncipe. Si quien puede hacer eso es Belcebú con sus 30 legiones de demonios, yo los apoyo. Si es la legión de honor francesa, también. No menos, si como realmente es, de ello se ocupan los militares americanos. Y no puede ser de otra manera, porque sería una desvergüenza que yo –comiendo bien y durmiendo en mi cama- pidiera a los haitianos que prolonguen su agonía en nombre de causas políticas superiores.
La aprensión que se pueda tener acerca de una ocupación prolongada de los Estados Unidos no parece tener asidero. La presencia geopolítica americana en el Caribe no pasa por una ocupación de Haití. Una intervención breve como ésta es muy provechosa para la Casa Blanca, cuyo actual inquilino siente que su bote hace agua por muchos lugares y se beneficiaría del éxito absoluto de una operación humanitaria de corto plazo y altos réditos. Pero una ocupación de largo plazo le traería más dificultades que ventajas, un alto costo financiero y el riesgo de otro empantanamiento internacional. Y por lo demás no la necesitan para mantener una presencia efectiva en la zona.
La presencia militar norteamericana tiene para mi otra arista que me parece más importante: el inicio de un concepto “duro” de la reconstrucción haitiana. Es decir, un concepto que fija su atención exclusivamente en la afluencia de dinero y recursos hacia instituciones técnicas eficaces. Y es que Haití necesita todo esto –se habla de un Plan Marshall para la media isla- pero no solamente esto: Haití necesita que a su pueblo –recordando algo que decía el gitano Melquiades- se le despierte el ánima, y se le devuelva la vida propia.
Hay que fortalecer todas las instituciones, pero quiero ahora enfatizar en aquellas organizaciones y movimientos de base (asociaciones comunitarias, municipios) que configuran la peculiaridad del ser haitiano, la madeja de relaciones primarias –invisibles para el simple observador- que han permitido a esta sociedad sus proezas históricas, y entre ellas, sobrevivir en medio de una miseria que parece indetenible. Los campesinos del Artibonito –el granero abortado de Haití- no solo necesitan créditos y caminos, ni tampoco buenos diputados o excelentes planificadores, sino también recuperar aquello que los griegos llamaban el areté y que les permitirá pensar y trabajar por el futuro de sus comunidades, sus familias y por el honor.
Fortalecer esas instancias de base, desplegar la energía social haitiana, son condiciones imprescindibles para quitar uno de los mayores impedimentos que ha tenido el desarrollo haitiano: la gran barrera que separa al estado de sus ciudadanos, a la élite de la población. Haití, ha dicho acertadamente el intelectual haitiano Jean Casimir, no es solo el país más pobre del continente, sino también el más envilecido, en buena medida por la acción de esa elite que llega incluso a expresarse en un idioma diferente al 85% de la población.
No tomar en cuenta esta realidad que ha condicionado los reiterados fracasos de la cooperación internacional en Haití, es invertir recursos en un nuevo fracaso. Sencillamente amplificar los efectos del próximo terremoto.
Haroldo Dilla Alfonso
Haroldo Dilla Alfonso